¿Por qué caen
los imperios, empresas u otras instituciones y cómo se produce esta caída? Dichas
cuestiones han generado disputas violentas entre historiadores, economistas y expertos de diversa índole durante siglos.
Existen, según parece, tantas respuestas como juicios al respecto de dicha
cuestión aunque se pueden identificar algunos juicios compartidos. El más
importante de ellos afirma que la caída de un imperio viene precedida por su decadencia, cuando se ha vuelto frágil y decrépito, se necesita muy poco para que
desaparezca. Desde el Renacimiento, la decadencia se ha considerado una
condición más natural que la estabilidad: Maquiavelo observó que “la naturaleza no ha
permitido a las cosas del mundo permanecer. Cuando llegan a su perfección final
ya no tienen cómo ascender y por eso tienen que descender”. Edward
Gibbon lo expresó de manera más concisa en su Historia de la decadencia y
caída del imperio romano (1776): “Todo aquello que es humano debe retroceder
si no avanza”.
Para algunos
historiadores, la extensión o la demanda excesiva –militar, económica,
territorial- es causa de decadencia. Cuando se distribuyen los recursos
disponibles de manera demasiado superficial debilitan el poder, aceleran la
decadencia y usualmente culminan en ruina. Según el punto de vista de algunos
expertos, el ascenso de un estado o empresa presagia la decadencia de los otros. En un mundo o mercado en el que existe un
creciente número de aspirantes que compiten por una cantidad fija de poder o
mercado global, el ascenso de un recién llegado presagia la declinación de
aquellos que se encuentran en la cima. Otros expertos sostienen que la
decadencia proviene de defectos internos que no se han resuelto,
como son aquellos elementos que producen disfuncionalidades en el funcionamiento de
los estados o empresas. Para el caso de los estados sería por ejemplo: la justicia, o las
leyes que emanan de dichos gobernantes, en el caso de una empresas sería: la
gestión alejada de la realidad sin la participación de los trabajadores, la pérdida
de cuota de mercado, la perdida de los intangibles (compromiso, motivación,
innovación, etc.). En el siglo XVI, Giovanni Botero señaló que “raramente
ocurre que las fuerzas externas arruinen un estado que previamente no ha sido
corrompido por otras internas”.
Hoy sin embargo, la empresa concebida
por Alfred Sloan en la decada de 1920 se encuentra en retroceso, ya que se ha demostrado que es
demasiado onerosa en lo que respecta al su coste administrativo así como excesivamente lenta e inflexible para adaptarse
a los rápidos cambios del mercado. Algunas compañías exitosas (como Canon,
Intel, 3M y ABB) han desechado la idea de que los directivos tienen el
monopolio de la sabiduría y que los trabajadores atesoran un conocimiento que
tienen que ponerlo en práctica. En las grandes corporaciones organizadas y estructuradas jerárquicamente en torno a
funciones especializadas, el grueso de los empleados a menudo tienen muy poco
contacto directo con los clientes externos y con el mercado. En este tipo de
organizaciones el crecimiento llega con el desconocimiento de dicha relación por parte de los trabajadores, a los mismos no les resulta sencillo ver la relación directa
entre su trabajo y el mercado donde compite la compañía, esto los aleja del
sentido de la palabra valor en referencia al cliente. En
consecuencia, no es sorprendente que dicha compañía pierda la ventaja competitiva de la que disfruta.
Una organización exitosa necesita tener un flujo constante de información de mercado
que llegue a todos sus trabajadores, y no sólo el que se comunica de arriba hacia abajo para
poder dar las respuestas apropiadas. Si se le niega este tipo de información la
empresa deja de aprender o, al menos, aprende y actúa alocadamente.
Muchas corporaciones actuales mantienen su obsesión
sobre “la autoridad y el control” de los directivos sobre los
recursos y personas que poseen las compañías, cuando son excesivamente grandes para
su control, las mismas se dividen en divisiones o direcciones para poder
ejercer dicho control. Los directivos que ocupan la más alta responsabilidad dentro
de dichas divisiones son los que mantienen el control sobre toda la estrategia
que se ejecuta dentro de las mismas.
Este tipo de organización alcanzó su cenit entre la década de 1920 y
1970, un período en el cual los empresarios estadounidenses y europeos
dominaban los mercados mundiales con la ayuda de los cárteles, las estructuras
de mercado oligopólicas, los derechos arancelarios y una relativa escasez de
competencia global.
El siglo XXI viene con nuevas reglas que hacen inútil todo
lo anterior en términos de competitividad empresarial. Ciclos de producto
más cortos, mercados más globales y competitivos, barreras de entrada más
frágiles, innovadores servicios replicados al instante, en
definitiva transacciones comerciales cada vez más basadas en información,
sujetas a la disrupción digital. Parece pues evidente que el caos y el
cambio serán los únicos compañeros de viaje asegurados. Para hacer frente a
este ajetreo, la innovación será el gran mantra repetido una y otra vez por
los directivos de dichas compañías, pero bien es sabido que la innovación no
suele habitar en el ADN de los equipos de trabajo. Si la compañía es de un
cierto tamaño encontraremos el I+D+i en la burocracia de un departamento o en
una partida presupuestaria, pero no en las personas de los equipos si no tienen
un cierto nivel de compromiso.
La
pregunta del millón de $ que se debería hacer cualquier directivo es, ¿considera
que la motivación de sus empleados está directamente relacionada con la competitividad
de su organización? Si ha llegado a la conclusión de que efectivamente así es,
entonces deberíamos empezar a pensar de otra forma para fomentar ese motivación
a través de aumentar el compromiso de dichos trabajadores. Una solución que
parece abrirse camino últimamente es la
autogestión.
La autogestión es un largo
camino que implica elementos que generan fuerte rechazo entre la élite
directiva, acostumbrados a atesorar la posición de dominio obtenida a lo largo
de la historia de la gestión empresarial. Transparencia informativa,
disminución de diferencias y privilegios entre directivos y
empleados, teletrabajo, reducción de normas y procedimientos, consenso en
decisiones tácticas e incluso estratégicas, … La democracia, en suma, se cuela por las murallas de la empresa. Trata
a los trabajadores como adultos, y a cambio ellos devuelven entrega,
pasión, entusiasmo. Un jefe puede ordenar una tarea, pero no puede hacer nada sobre el
compromiso, porque no existe compromiso real si no viene de la auto exigencia
personal.
Crecer es desilusionarse, que dijo el filósofo.
Igual que desaparecen los seres queridos y se marchita la belleza de la
juventud, los negocios nacen, crecen y, en un 90% de los casos, acaban
desapareciendo. Cuando desaparecen, no sólo desaparece la empresa, también
aquello que simbolizaba. Así pues los directivos de las organizaciones deben de
tener en cuenta que el adaptarse a los tiempos en que vivimos no es una
cuestión de certidumbre sobre las personas que lideran, sino que los hechos que realizan son los que
fomentan dicho compromiso, estos son mucho más valiosos para evitar el ocaso de la compañía que cualquiera de los
mensajes que puedan emitir.
Ya lo dijo Martin Luther King: "Nuestras vidas empiezan a terminar el día que guardamos silencio sobre las cosas que importan ."
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