El término “uchi” en japonés significa literalmente “dentro”, mientras que el término “soto” es lo contrario y significa
literalmente “fuera”. Estas palabras
se utilizan para diferenciar el comportamiento social entre personas de un
mismo grupo “uchi” y personas de
grupos diferentes “soto”. La
sociedad japonesa es una sociedad muy comunal nada individualista, donde la
cortesía y buenas formas “rei” es
clave para mantener la armonía en el grupo “wa”.
La importancia del grupo en la sociedad japonesa hace que él comportamiento del
individuo sea diferente con las personas “uchi”
que con las personas “soto”. En
Japón la familia es el embrión del código social japonés, es por ello que el
término “uchi” es comúnmente
utilizado para referirse a la “casa” y por consiguiente a la “familia” (porque son los de dentro de la casa, los propios). Así pues, “uchi” son aquellas personas que forman
parte de nuestro grupo, mientras “soto”
son las personas que no son de tu grupo pero que no te son desconocidos y por
lo tanto, bajo el código de conducta social japonés, no puedes ignorar tampoco.
Esto es importante resaltarlo ya que el código de conducta social japonés
establece que sí puedes ignorar a los desconocidos “tanin”, personas que no conoces, que no son naturalmente ni de tu “uchi”, ni siquiera de tu “soto” y con las que no tienes por qué
relacionarte. Bajo esta perspectiva se entiende en Japón por qué si un
desconocido nos da un pisotón en el metro, probablemente ni se disculpe: no
tiene por qué hacerlo, somos desconocidos y por lo tanto es
socialmente aceptable que no lo haga. Con la gente de nuestro “uchi” podemos mostrarnos tal y como
somos, mientras que con la gente “soto”
debemos seguir las estrictas pautas de los códigos sociales establecidos por el
término “tatemae” (la “fachada”, lo que uno debe decir y
sentir), que es contrario al término
“honne” (los propios sentimientos y opiniones) que pertenecen más al grupo “uchi”. Los japoneses utilizan el vocablo “Uchi” para representar lo más sagrado, como familia, hogar, trabajo, amigos
verdaderos, pareja y todo lo sublime, hay una consistencia muy fuerte en la
dualidad familia-trabajo; este clima es muy favorable para trabajar y ser más
productivos.
El
profesor Edward Deming fue uno de sus
principales artífices del milagro japonés. Una vez en 1972 le
preguntaron a Deming, ¿qué fue lo que hizo ser a dicho país una referencia del
bienestar y desarrollo para el resto del planeta?, el profesor contesto: "es su gente, mi aporte es pobre pero su gente
hace que todo se convierta en el milagro japonés del siglo XX".
Las reuniones corporativas
o de equipos de trabajo para analizar problemas, desplegar alternativas y
adoptar decisiones son muchas veces un espejismo. Ojos, oídos y cerebros
trabajan conjuntamente pero con grandes limitaciones a la hora de manifestar lo
que verdaderamente piensan los individuos. Usualmente se dice que cuatro ojos ven más que dos y
que dos mentes piensan más que una. Sin embargo, dependiendo de cómo se mire y
cómo se piense, tales afirmaciones pueden ser erróneas y conducir a graves
equivocaciones. Que se decida en grupo no siempre garantiza una
decisión mejor que la adoptada en solitario. Esto puede ocurrir si el grupo está aquejado
de lo que el psicólogo social Irving J. Janis denomina “groupthink”, pensamiento grupal. Según Janis el síndrome del
pensamiento grupal consiste en la disminución radical de la eficacia
mental, de la capacidad para comprender y contrastar la realidad, y de la realización
de juicios lógicos moralmente correctos, que son resultado de las fuerzas
internas que existen en el funcionamiento de los grupos.
Tales fuerzas están
configuradas para fortalecer la cohesión interna, pero a veces el coste de la
misma resulta elevadísimo, ya que el individuo cede principios y valores que
hacen que el resultado de dicho pensamiento grupal está limitado por la fuerza
jerárquica de dicho grupo. Valores como libertad
o independencia se ven sacrificados por el ¿qué dirán?, del resto del
grupo. Esto que puede parecer que sucede solo en grupos de niveles bajos, es un
mal endémico que se extiende a toda la estructura dentro de las compañías, ya
que a medida que se sube en el nivel y estructura de las compañías el problema
se vuelve más acuciante. A nivel de directivos y mandos existen dos prioridades
fundamentalmente, la primera es la supervivencia en dicho escalafón y segundo,
el objetivo de subir más arriba si se puede. Con ello se pone en un segundo
lugar el valor del colectivo y sus objetivos. Cuando el individuo tiene
objetivos personales por encima de los grupales tenemos compañías con miembros
“soto”. Estas personas conocidas con las que nos relacionamos muestran
una “fachada”
con el resto de miembros de la organización, para lo cual sigue disciplinados
códigos sociales establecidos dentro del grupo, entre ellos está lo que uno puede decir y lo que realmente
dice.
Este pensamiento grupal
limitado puede aparecer con facilidad en grandes compañías muy jerarquizadas y
burocratizadas, especialmente en aquellas que disfrutan de cierto poder
económico o político en su entorno. Esto no es óbice para que aparezca también
en las organizaciones más pequeñas, asamblearias o muy participativas. El
fenómeno radica no en la naturaleza del grupo decisorio o en la materia sobre
la que se decide, sino en dos consideraciones explicativas: la
manera que tiene nuestro cerebro de integrar su funcionamiento con el de otros
cerebros en el despliegue de las funciones mentales; y el carácter irracional e
ineficiente de muchos procedimientos (formales e informales) para la toma de
decisiones.
Uno de los principales
hallazgos en los últimos años por los neurocientíficos ha sido la demostración
teórica y empírica de que el cerebro humano dispone de un funcionamiento de
tipo social. La inteligencia humana es una capacidad distinguidamente social,
que sobresale respecto a otras especies de primates. Las capacidades mentales
del individuo se potencian con la interacción social y se acomodan al carácter
de la relación. Esto es así porque el cerebro humano es un órgano que ha evolucionado
en operar interactivamente, y tanto el conocimiento como las emociones se
generan y contagian de manera colectiva. Aunque es obvio que los
cerebros de los individuos cuando interactúan no están conectados a través de
redes neuronales ex somáticas (fuera del cuerpo de cada uno), no por ello
podemos dejar de admitir que existe una predisposición natural al
fenómeno de la mentalidad grupal o colectiva. El economista Herbert A.
Simon explica que las empresas serían inviables sin este instinto de "docilidad"
que poseen los individuos, que él define como la tendencia humana a aceptar la
influencia del grupo. Dado que nuestro cerebro es capaz de una
racionalidad solamente limitada, tomar decisiones solitariamente produce en términos
generales resultados más pobres que adoptar las creencias, procedimientos y
comportamientos imperantes en un grupo. El problema aparece cuando esa
influencia grupal se asume sin ningún sentido crítico de forma pasiva, sin análisis de la
información, situación o acontecimiento cuando se presentan. Y esto se agrava
cuando existe en todos los miembros o en un grupo reducido pero con suficiente
poder dentro del grupo, corporación, empresa, organización, etc.
La unidad del grupo y el
cierre de filas pueden aparecer como objetivos con valor en sí mismos, a pesar
de que dicha unidad se consiga al coste de una menor eficiencia conjunta.
En efecto, asegurar con nuestra intervención la fortaleza cohesiva de nuestro
grupo nos produce emociones agradables, como la empatía, la simpatía y el
orgullo de pertenencia; por eso en muchas ocasiones el disidente crítico es
visto como un aguafiestas o una oveja negra. Y lo que resulta más curioso: hay
disidentes seguros de sus discrepancias,
independientemente de que sus compañeros les expresen rechazo o no. Emociones
tales como la culpa y la vergüenza llegan a bloquear la expresión de criterios
que serían beneficiosos para el grupo o compañía y para el individuo que los plantea.
El disidente puede sentir angustia por pensar cómo piensa, antes, durante y
después de manifestar sus opiniones. Este bloqueo emocional contribuye a reducir
el potencial creativo y expresivo de personas cualificadas para opinar.
El
pensamiento grupal y su consecuencia, la aparición de presiones psicológicas
que conducen a la uniformidad, es una disfunción importante en muchas
organizaciones.
La exigencia de uniformidad
puede imperar en el ambiente, y formar parte de la cultura corporativa de una
compañía, aunque muchas veces la mayor parte de culpa está en el individuo con
la aceptación voluntaria de dicha
situación. En consecuencia, muchas reuniones de trabajo acaban siendo un mero
paripé autosuficiente que desvirtúa el auténtico sentido del hecho de reunirse:
examinar críticamente una situación, analizar y debatir alternativas, y decidir
la más conveniente entre las opciones planteadas.
Esta uniformidad en el
pensamiento único viene propiciada por dos factores: por un lado está el de las luchas internas por el poder dentro
de la compañía. Los estilos de liderazgo personalista favorecen la aparición de
pensamiento grupal en el subgrupo de seguidores del líder, quienes se comportan
como guardia pretoriana, depositarios del espíritu organizacional y de la
esencia de sus tradiciones, e incluso “inquisidores” frente a los discrepantes. Esta situación generalmente se produce con facciones enfrentadas que luchan
por todo tipo de hechos que se generan dentro de la compañía. En segundo lugar,
muchas compañías tienen establecidos mecanismos ineficientes
para dichas reuniones, los cuales generan dinámicas decisorias tendenciosas y
nefastas. En este punto, Irving Janis propone dos mecanismos de diseño que
atenúan la inercia del pensamiento grupal: definir roles claros para los
partícipes de la toma de decisiones y establecer procedimientos estandarizados
que
faciliten, e incluso estimulen, la expresión de juicios críticos por los
partícipes. Muchas organizaciones poseen sistemas de gestión antiguos
que no se han actualizado por simple dejadez de sus directivos o mandos, o
porque tales sistemas favorecen los intereses de algún subgrupo interno.
Asimismo,
el papel del líder es fundamental, dado que depende de él que se valore
suficientemente el espíritu crítico y la imparcialidad de los asistentes.
Esto, unido a una reglamentación procedimental apropiada (en la que se estimule
la participación, se plantee el anonimato en cuestiones conflictivas, se
recojan las intervenciones en actas meticulosamente redactadas, y se faciliten
mecanismos de desinhibición asertiva), puede contribuir eficazmente, y a
un coste prácticamente nulo, a que el consenso no genere costes
superiores a sus beneficios.
Fomentar las acciones que
lleven a las personas a tener un sentido “uchi”
de su compañía es realmente duro, caro y difícil de conseguir, pero mucho más
económico que los consensos con personas “soto”
(personas que siguen estrictas pautas de los códigos sociales
establecidos fabricándose una fachada para interactuar con sus interlocutores).Dos
peligros del consenso cohesivo son tanto la tibieza como el fanatismo pro
grupal, propensiones que deben ser evitadas si queremos que las organizaciónes
potencien sus fortalezas competitivas aprovechando el natural “asociacionismo”
del ser humano.
Ya lo dijo Francis Bacon: “Quien no quiere pensar es un
fanático; quien no puede pensar, es un idiota; quien no osa pensar es un
cobarde”.
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