martes, 2 de mayo de 2017

OBEDIENCIA Y LEALTAD MAL ENTENDIDA EN LAS COMPAÑÍAS




Japón es el único país donde la revolución industrial no estuvo protagonizada por la burguesía, en la Era Meijí fue la nobleza la que ostento dicho liderazgo industrial. Todo lo contrario de lo que sucedió en Europa, donde la presencia de una nueva clase de comerciantes y hombres libres impulsó los procesos de transformación del mercado y el cambio de las estructuras sociales. La cultura japonesa ha estado moldeada por el sintoísmo, la religión más extendida en el país. Se trata de una religión con muy pocos elementos dogmáticos, pero con rituales sociales muy definidos, como el culto al emperador, la memoria de los antepasados y el respeto a los mayores. El japonés es un pueblo que se consideraba amenazado desde el exterior y vivía en una actitud defensiva. Es por esto mismo que abandonó la insistencia en el estudio y la benevolencia, propias del sabio, y acentuó más  la importancia de la entereza y la lealtad, necesarias para el guerrero. La virtud del samurái no sólo debía mostrarse en la guerra, sino, en todo momento, mediante el cumplimiento del ceremonial propio de su rango. Los samuráis tenían un código detallado que garantizaba el respeto y la lealtad al grupo al que pertenecía  y que debían cumplir con estricta fidelidad. El samurái que, por alguna traición o felonía, era expulsado del daimio al que pertenecía, no tenía sitio en la sociedad japonesa, quedaba marcado de por vida y ya nadie le acogía.


El bushido (en japonés, “la vía del guerrero”), es un código ético que muchos samuráis seguían como seña de identidad de su compromiso como guerreros. Más que un conjunto de reglas o deberes, el bushido “era una forma de vida” en la que el guerrero demostraba su compromiso con el honor, la lealtad o la justicia, llegando a entregarse a la muerte si éstos se veían en peligro. En el origen del bushido se encuentra en corrientes religiosas y filosóficas como el Budismo, el Confucionismo o el Zen, de cuya combinación surgieron los siete mandamientos que guían el código del samurái. Uno de los principales textos dedicados a la “vía del guerrero”, en donde se encuentran estas virtudes descritas, es “El libro de los cinco anillos” (Go rin no sho) de Miyamoto Musashi (1582-1645), un samurái, pintor y calígrafo considerado como uno de los más célebres guerreros de su disciplina y el principal autor que plasmó el bushido en papel junto a Yamamoto Tsenetomo, autor de Hagakure “El camino del samurái”. A continuación se describen los siete principios o virtudes del bushido que todo buen samurái debía seguir, los cuales tienen una vigencia completa en nuestro día.
1. Gi (justicia)
Sé honrado en tus tratos con todo el mundo. Cree en la justicia, pero no en la que emana de los demás, sino en la tuya propia. Para un auténtico samurái no existen las tonalidades de gris en lo que se refiere a honradez y justicia. Sólo existe lo correcto y lo incorrecto.
2. Rei (respeto, cortesía)
Los samuráis no tienen motivos para ser crueles. No necesitan demostrar su fuerza. Un samurái es cortés incluso con sus enemigos. Sin esta muestra directa de respeto no somos mejores que los animales. Un samurái recibe respeto no sólo por su fiereza en la batalla, sino también por su manera de tratar a los demás. La auténtica fuerza interior del samurái se vuelve evidente en tiempos de apuros.
3. Yu (coraje)
Álzate sobre las masas de gente que temen actuar. Ocultarse como una tortuga en su caparazón no es vivir. Un samurái debe tener valor heroico. Es absolutamente arriesgado. Es peligroso. Es vivir la vida de forma plena, completa, maravillosa. El coraje heroico no es ciego. Es inteligente y fuerte. Reemplaza el miedo por el respeto y la precaución.
4. Meiyo (honor)
El auténtico samurái solo tiene un juez de su propio honor, y es él mismo. Las decisiones que tomas y cómo las llevas a cabo son un reflejo de quien eres en realidad. No puedes ocultarte de ti mismo.
5. Jin (benevolencia)
Mediante el entrenamiento intenso el samurái se convierte en rápido y fuerte. No es como el resto de los hombres. Desarrolla un poder que debe ser usado en bien de todos. Tiene compasión. Ayuda a sus compañeros en cualquier oportunidad. Si la oportunidad no surge, se sale de su camino para encontrarla.
6. Makoto (honestidad)
Cuando un samurái dice que hará algo, es como si ya estuviera hecho. Nada en esta tierra lo detendrá en la realización de lo que ha dicho que hará. No ha de “dar su palabra.” No ha de “prometer.” El simple hecho de hablar ha puesto en movimiento el acto de hacer. Hablar y hacer son la misma acción.
7. Chuugi (lealtad)
Para el samurái, haber hecho o dicho “algo”, significa que ese “algo” le pertenece. Es responsable de ello y de todas las consecuencias que le sigan. Un samurái es intensamente leal a aquellos bajo su cuidado. Para aquellos de los que es responsable, permanece fieramente fiel.


Cualquier compañía genera bienes o servicios para el mercado con el fin de atender necesidades de los clientes. Para realizar esta misión la compañía emplea recursos como: materias primas, recursos financieros, trabajadores, etc., los cuales se organizan bajo la dirección de un directivo para posteriormente vender los mismos. Lo que finalmente resulta de dicha ecuación de costes e ingresos son unos beneficios que se queda el propietario de dicha compañía. En el modelo tradicional, la competencia en el mercado generalmente se encarga de fijar los precios de venta (y los que hay que pagar a los recursos productivos). La competencia del mercado lleva a los directivos a organizar la producción, de modo que se maximice el beneficio de forma que la empresa cumpla su función social: proporcionar bienes y servicios de manera eficiente. Pero este modelo ideal de cómo funciona una compañía generalmente tiene disfuncionalidades lo cual hace que no se cumpla, ya que existen procesos e intangibles dentro del modelo productivo que no siempre se consiguen, como por ejemplo: hay costes de transacción, hay que incentivar a los propietarios de recursos para que entren en una dinámica de cooperación que la empresa necesita; hay que invertir en capital humano, hay que procurar que los recursos desarrollen sus competencias o sus capacidades efectivas, etc.  Y así van saliendo las distintas teorías de la empresa como: los costes de transacción o negocio, los contratos, activos específicos, derechos de propiedad, competencias o capacidades, conocimientos… Es un poco como la historia del elefante que he descrito en el post EMPLEADOS CON FALTA DE ALINEAMIENTO...PÉRDIDAS CUANTIOSAS , en el cual el grupo de ciegos cuenta su trozo de realidad en base a lo que perciben, con un trasfondo común, crear valor para ser más eficiente. Sin embargo la epistemología humanística que integra la ética, la responsabilidad social, el bien común, el capitalismo responsable, la sostenibilidad, etc., aportan fundamentalmente dos cuestiones importantes en el modelo productivo tradicional. La primera es un gap o beneficio que no está cuantificado ni evaluado en el modelo tradicional del capitalismo. Y la segunda es que aporta un concepto más amplio de valor creado en la empresa a propósito de lo que hace la empresa. Un ejemplo de lo anterior sucede con el conocimiento, un activo que no se mide económicamente. Las empresas las integran un grupo de personas, (propietarios, directivos, empleados, etc.), y dentro de las mismas en dichos grupos de personas “suceden hechos”, los cuales algunos no vienen reflejados en los contratos, ni se miden en dinero, ni tienen solo implicaciones monetarias.





El poder se podría definir como la capacidad que tienen algunas personas o grupos para imponer su voluntad sobre otras personas. El modo en el que se exhibe el poder en la realidad humana es a través de la violencia (en un sentido muy amplio), que puede ser desde la coacción física, coacción social o simplemente puede consistir en la manipulación de los dominados (violencia simbólica). Todas las personas y en todas las sociedades se tiene una relación dual con el poder, por un lado se reconoce que, sin ninguna forma de poder (y, por tanto, de violencia, en un amplio sentido del término), la sociedad no podría funcionar y, por tanto, la vida misma sería imposible. Sin embargo por otro lado el ser humano es consciente de que el poder y la violencia afectan negativamente a la dignidad del  individuo. Por medio del poder, las personas dejan de ser -en mayor o menor grado- fines en sí mismas, para pasar a convertirse en instrumentos al servicio de otros fines. Cualquier persona alguna vez ha sido separada de su yo al tener que hacer alguna cosa que iba contra sus principios, esto sucede cuando alguien nos fuerza a hacer lo que no queremos o nos impide hacer lo que queremos. Existe también otra situación curiosa y muy repetitiva con respecto al poder, es la de una persona que está siendo manipulada y que, por tanto, se convierte en un instrumento al servicio de otros intereses, en perjuicio de su dignidad, consciente o inconscientemente de ello. Esta situación ocurre generalmente cuando la persona afectada acata y se somete obedientemente a una tercera persona que piensa más en sus intereses particulares que en el conjunto de individuos que se pueden ver afectados por dicha decisión. Esto ocurre por ejemplo en compañías cuando se tienen que tomar determinadas decisiones importantes que afectan al devenir de la misma y se postergan, quizás pensando más en lo que le afecta a uno que en el proyecto que representa.
La era actual ha sido portadora de tres elementos indisolublemente ligados entre sí: el individuo, la razón y la libertad. En la actualidad, la razón es la capacidad de la mente humana para establecer relaciones entre ideas o conceptos y obtener conclusiones. La razón moderna tiene sus cimientos en un individuo que nace en libertad y que busca y lucha por su libertad, mientras interactúa en libertad en el mundo en que vive, es un individuo que nace igual a sus semejantes y construye relaciones de igualdad con sus pares. Es por esto mismo, que la era actual en la que vivimos requiere más que nunca de la voluntariedad, ya que características habidas hasta esta era como eran la tradición, la religión o costumbres han pasado a un segundo lugar. Factores como el deber, la lealtad u obediencia tienen en principios dos dimensiones y significados de la norma moral: por un lado está la postura de la heteronomía moral (las normas morales proceden de otros), esto es debido a que el individuo vive en una sociedad la cual dicta y condiciona con sus normas morales. Y por otro lado esta su  autonomía moral, la cual afirma que el individuo es capaz de crear sus propios códigos morales, de ser consecuente con sus propias ideas, dichos y creencias, y que por lo tanto posee una conciencia crítica que le impulsa a obrar responsablemente. Esto da como resultado que el deber, obediencia y lealtad pertenece en primer lugar a la conciencia moral del individuo, y después en la esfera colectiva o de la sociedad. De manera que se debe entender la conciencia moral, como la propia conciencia psicológica del individuo, que reflexiona y examina los actos a la luz de ciertos valores o criterios propios, para decidir lo que debe hacer. Así, la conciencia es un hecho de la experiencia interior, propia del ser humano como ser moral, que le permite juzgar si las acciones, decisiones y realidades son buenas o malas.  La conciencia moral se compone de dos elementos interconectados:
  1. Un elemento psicológico, que es el conocimiento reflejo del propio yo y de los propios actos, y que permite percibir y comprender lo que decimos y hacemos.
  1. Un elemento de juicio, que es la capacidad evaluativa que posee el individuo, para reconocer la naturaleza ética de un acto, aprobándolo o rechazándolo.
En la actualidad y sobre todo en el futuro, se necesita de ser personas leales. Se necesitan individuos que sepan ser leales consigo mismos y con sus compañeros de trabajo, con las organizaciones e instituciones en las que trabajen, o sea, individuos que hagan de la lealtad un valor esencial en sus vidas. La lealtad es un valor que cotiza muy alto en las sociedades corporativas, esta característica es exigida, valorada, solicitada y esperada por los diferentes stakeholders de una compañía, ya que la misma está asociada a otras virtudes y valores, tales como la sinceridad, la fidelidad y la honradez. Cuando la lealtad se fundamenta en la libertad y autonomía de la persona, cuando se relaciona con el deseo claro y nítido de la transparencia corporativa en cuanto a una comunicación real de la verdad, entonces y solo entonces, la lealtad se transforma en una fuerza  y una autoridad moral que enriquece el sentido del deber y fortalece la voluntad de las personas que integran dicha compañía. Ninguna identidad corporativa ni institucional sería posible ni duradera en el tiempo, si los individuos que integran la organización (empresa o institución) no se identificaran voluntariamente con ella y con las personas que la integran, no solo por los valores y principios que encarna, sino también por las personas que la representan. Desde un punto de vista social y moral, las instituciones permanecen,  y las personas pasan, sin embargo esa transitoriedad de las personas es la que garantiza la permanencia de las instituciones.  La naturaleza de las instituciones son las personas, el grupo humano que las integra. La lealtad que debe regir las relaciones de sus miembros dentro de una compañía, no debe de ser óbice para olvidar que los directivos, mandos o empleados son personas, unos con mayor responsabilidad institucional que otros dentro de la organización, pero en el fondo son personas…  La lealtad con la institución u organización, se materializa y personifica transitoriamente en quienes en la actualidad dirigen la compañía, pero la lealtad personal de cada empleado no se reduce solo a dichos mandos y directivos, sino que son dichos directivos los que  aquí y ahora representan y personifican la institución a la que pertenecemos y cuyos valores compartimos. Cuando dicha ética de la verdad y transparencia está implantada dentro de una compañía, la lealtad se convierte en un valor superior en el que el principio fundamental es el siguiente: yo soy leal contigo y con la institución, en la medida en que ambos reconocemos la verdad, y en la medida en que la verdad preside los actos de las personas. La lealtad no puede fundarse en el engaño, en el ocultamiento de la verdad, en la distorsión de los hechos, en la mentira.  Donde hay mentira, no hay verdad, y donde no hay verdad la lealtad se convierte en complicidad. Una persona es leal con la institución que representa cuando pone en evidencia  el engaño, cuando denuncia las faltas a la verdad, porque cada vez que se miente es el honor, la imagen y el prestigio de la institución los que están en juego, porque el honor, la imagen y el prestigio siempre se fundamentan y se construyen sobre el cimiento de la verdad, y porque ninguna institución o compañía existe ni puede perdurar para servir a la mentira, sino para realizar, entre otros, un bien superior: la verdad.
De ésta  forma, la norma moral que respalda a la obediencia o lealtad hacia un tercero,  solo se puede encontrar de forma sana si la acción es realizada por el simple respeto al deber y no sólo en cumplimiento de la obligación hacia un tercero. Para ello dicha obligación moral tiene que emanar de normas o parámetros éticos aceptados y reconocidos por la sociedad, empresa o grupo de personas al que pertenece, y por otro lado los fundamentos de la obligación moral tienen que ser socialmente conocidos y aceptados de forma que actúen sobre el conjunto de dichos individuos. Las palabras y los actos de un hombre son como su estela, se pueden seguir vayan a donde vayan, lo importante de este hecho no es tanto el seguimiento que se puede hacer de los mismos, sino que dicho rastro no lleve a lugares donde el hombre pierda todo su honor, lealtad y honestidad.

Ya lo dijo John Locke: “La razón por la que los hombres entran en sociedad es la preservación de su propiedad”.


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