Jordan
Belfort fue uno de
los personajes más extremos que ha dado Wall Street. Llegó al mundo de las
finanzas de Nueva York en 1987, dispuesto a comerse el mundo. Sólo un año
después de empezar a trabajar como bróker, se hizo con el control de Stratton
Oakmont, una de las agencias de corredores con más éxito de la época, conocida
por operar como una “boiler room (cuarto de calderas)”: un call center
en el que se vendían bonos basura utilizando todo tipo de técnicas injustas, deshonestas y, en su mayoría,
fraudulentas. La historia de Belfort salió a la luz en el año 2013 tras el
estreno del primer tráiler de la película que narra su historia, “El lobo de Wall Street”. Su
personaje está interpretado en el cine por Leonardo Di Crapio, la dirige Martin Scorsese y el guión es obra de Terence Winter. Belfort vivió de lleno el éxtasis financiero de los
90, cuando era el rey del “chiringito”. Se hizo famoso por montar
fiestas descomunales en la misma oficina de la compañía, ser un confeso adicto
a las prostitutas y la cocaína, y por comprar uno de los yates más lujosos del
mundo, y naufragar con él en la costa de Cerdeña, tras desoír los consejos de
su capitán, que le advirtió que estaba llevando la embarcación al centro de una
tormenta. En pleno cenit de su carrera estrelló su helicóptero en el jardín
delantero de una extensa finca que tenía en Locust Valley (Nueva York) porque
estaba demasiado drogado para ver el aeropuerto. Una anécdota muy gráfica para
darse cuenta de hasta qué punto Belfort había perdido todo sentido del control
y la mesura.
Solamente
pasó 22 meses en prisión, pero fue condenado a devolver 100 millones de dólares
a los accionistas a los que había estafado tras ser imputado en el año 1998 por
estafa y blanqueo de capitales. En su mejor momento, Belfort, cuya principal
cualidad no era la modestia, llegó
a presumir de ganar más de 50 millones de dólares al año. Y era cierto. En un día de suerte llego a
embolsarse 12 millones en sólo tres minutos. Su empresa ganaba tanto
dinero que la mafia envió observadores para que aprendieran cómo podía hacerlo
“tan bien”. Pero sus excesos atrajeron, también, la atención del FBI, a
los que despachó, la primera vez que se acercaron a él, tirándoles billetes. Su
caída fue tan estrepitosa como su ascenso. A día de hoy sigue pagando
dicha multa.
Frase del capitan Schettino del crucero Concordia: "Estaba navegando por la orilla porque conocía bien las profundidades, había hecho esta maniobra tres o cuatro veces"
El
rasgo más característico de la empresa mediocre es su falta autenticidad. Falta
autenticidad en todos los ámbitos, pero fundamentalmente está en los
liderazgos, que son los que fijan estrategia y acciones para la consecución de
las metas y objetivos fijados. Una característica que se da es la existencia de
jerarquías que pesan más que los argumentos y jefes
de los que ya nadie aprende porque
optaron antes por la arrogancia que por la necesidad de reaprender. Empresas en las que hay más gente
procrastinando (personas que no se sienten
preparados y esperan todo se resuelva por sí solo). Empresas en las que
la inercia acaba en una regla de funcionamiento y en las que las ortodoxias
derrotan siempre a las dudas. Estas son compañías mediocres, envueltas en un bucle
diabólico, en las que el talento se aleja al ver lo que sucede. La mediocridad
antepone el presente frente a todo futuro posible. Dice el profesor Jorge
Wagensberg, “la mediocridad es una decisión personal. En las empresas, en las
instituciones, en las universidades, pasa lo mismo. La mediocridad es una decisión, tomada por sus líderes o aprobada
clamorosamente en asambleas, pero es una decisión. La omisión es una
forma habitual de decisión sobre la militancia en la mediocridad.”
No existe un dictamen estándar para todo el mundo con
respecto a dicho problema, pero sí algunas causas que identifican dicho
problema dentro de una compañía:
- Cuando se pierde algún buen cliente o cuenta, en lugar de hacer autocrítica, se echa la culpa al cliente.
- Cuando se cree que existen suficientes recursos para abordar todos los retos, forjando una creencia de que se es capaz de abordar todos los retos, a esto también se le puede llamar arrogancia o prepotencia…
- Cuando existen métricas de gestión irrelevantes sobre las que se pone la gestión y existe ausencia de las verdaderamente importantes o si existen tienen unos resultados pésimos, como por ejemplo, ingresos, clientes, endeudamiento, Clima Laboral… etc.
- El CEO y su comité ejecutivo parece tener ningún problema, vive excelentemente ajeno a la realidad de lo que sucede en su compañía y pasa la pelota a los cuadros medios sin preocuparse mucho del proceso, sino del resultado.
- En el momento en que aparece un bajo rendimiento generalizado que se manifiesta en las métricas de la compañía, cuesta mucho hacer cualquier cosa, como si todo fuera muy muy lento y muy muy complejo…
- Cuando existen redes sociales como canales de comunicación que no hacen la función de control y autocrítica sobre lo que sucede en la compañía, cuando las cosas no van bien. Esto genera dos tipos de problema fundamentalmente, el primero es que dicho canal es poco utilizado por su falta de parcialidad y objetividad, con la consiguiente pérdida de recursos que esto supone para la compañía. El segundo problema es que se pierde una oportunidad enorme de vincular y dinamizar la compañía con una herramienta que lo que necesita básicamente es credibilidad para enganchar y comprometer a los colaboradores. Esta se convierte más en un “chat de colegas” que en un impulsor o fuerza motora de la compañía.
La
autocomplacencia, la conformidad, la parálisis por analizar lo que sucede, el
trabajo en compartimentos estancos y todos los derivados son factores que
restan competitividad poco a poco a las compañías añadiendo grasa en los
procesos y creando una grave enfermedad que mata la innovación creativa. Una
buena prueba de lo anterior se obtendría si cada uno de los trabajadores de las
compañías se preguntase y obtuviera respuesta a algunas de las siguientes preguntas, ¿cuánto
hace que no se reconocen errores en tu empresa? ¿Cuántas veces se hace
autocrítica y se toma buena nota para no volver a caer en el error?, ¿Cuántas veces se cuenta la verdad de lo que sucede en las
compañías?
Todo el mundo que sostiene una compañía merece
aprecio y respeto, puesto que la competencia es muy dura en la
actualidad, pero esto no puede ocultar que hay empresas que inspiran a sus empleados y otras que no, esto da
como resultado que unas triunfen y otras se hundan en la mediocridad. La
mediocridad y autocomplacencia es una cualidad que está siempre en el tejado de
las decisiones del individuo, más que de las palabras. Que la misma se aleje o
se instale en una compañía dependerá de factores internos de la persona y
externos a los que se vea sometido, entre ellos estará esencialmente el
reconocer lo que sucede y buscar soluciones a dichos problemas. Perseverar en la búsqueda de
la autenticidad en el entorno personal y
en nuestro entorno corporativo es esencial. No hay nada más mediocre que
esperar que le rescaten a uno de su propia mediocridad. Salir de la mediocridad requiere actitud, esfuerzo y fomentar
una espiral infinita de aprender – desaprender – reaprender.
Salir de la mediocridad empieza por no abonarse a la autocomplacencia. Lo que marca la línea de flotación de la
mediocridad es la actitud ante el aprender, tanto personalmente como
corporativamente.
Ya lo dijo
Amancio Ortega: “Lo peor es la autocomplacencia.
En esta compañía nunca nos hemos confiado. Yo nunca me quedaba contento con lo
que hacía y siempre he tratado de inculcar esto mismo a todos los que me rodean”.
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