Joel había llegado hacía ya tres años a una de las más antiguas comunidades budistas del Tibet y allí ansiaba ser ordenado para convertirse en un monje ejemplar.
Todos los días,
a la hora de la cena, le preguntaba a
su maestro si al día siguiente se celebraría la ceremonia de su ordenación.
“Todavía
no estás preparado, primero debes trabajar la humildad y dominar tu ego”,
le respondía su mentor.
¿Ego? El joven no entendía por qué el
maestro se refería a su ego. Pensaba que merecía ascender en su camino
espiritual ya que meditaba sin descanso y leía a diario las enseñanzas del Buda.
Un día, al
maestro se le ocurrió una manera de demostrarle a su discípulo que todavía no
estaba preparado. Antes de dar comienzo a la sesión de meditación anunció: “Quién medite mejor tendrá como premio un
helado”. “De chocolate”, añadió el
anciano.
Tras un breve alboroto,
los jóvenes de la comunidad comenzaron a meditar. Joel se propuso ser el que
mejor meditara de todos sus compañeros. “De esta forma, le demostraré al
maestro que estoy preparado para la ordenación. Y me comeré el helado”,
concluyó el discípulo.
Joel consiguió
centrarse en su respiración, pero al mismo tiempo visualizaba un gran helado de
chocolate que iba y venía como subido en un columpio. “No puede ser, tengo que dejar de pensar en el helado
u otro lo ganará”, se
repetía.
Con mucho esfuerzo, Joel lograba meditar por varios minutos en los que simplemente seguía el compás de su respiración, pero enseguida
se imaginaba a uno de los monjes chuperreteando el helado de chocolate. “¡Maldición!,
debo ser yo quién lo consiga!”, pensaba el joven angustiado.
Cuando la
sesión finalizó, el maestro explicó
que todos lo habían hecho bien, salvo alguien que había pensado demasiado en el
helado, es decir, en el futuro. Joel se incorporó antes de decir:
-Maestro,
yo pensé en el helado. Lo admito. ¿Pero cómo puede saber que fui yo quien pensó demasiado?
-No
puedo saberlo. Pero sí puedo ver que te has sentido tan aludido como para
levantarte e intentar situarte por encima de tus compañeros. Así, querido Joel,
es como actúa el ego: se siente
atacado, cuestionado, ofendido… y pretende tener razón en el juego de ser
superior a los demás.
La
fama reciente del vocablo posverdad es de conocimiento universal. El “Oxford
Dictionary” la declaró “palabra del año” en 2016. Ese estrellato no hubiese
sido posible sin condiciones de orden económico, como el neoliberalismo, el dominio
del mercado y el contradictorio neoproteccionismo que existe.
El sistema de producción y consumo liberales, así como sus estructuras
jurídico-políticas sufrieron en el año 2008 una profunda quiebra de carácter
ético, cuyo terremoto se sitúa en el día 15 de septiembre en la Bolsa de Valores de Estados
Unidos (NYSE) con la caída de Lehman Brothers. El virus de la bancarrota ética, con graves consecuencias económicas,
se extendió como una mancha de aceite en Europa y Asia tanto a gobiernos o instituciones públicas como a entidades privadas o empresariales.
Estas
condiciones dieron lugar a formas de degradación del poder tanto en el ámbito económico
como político que se identifican, en cierta forma, en lo que hoy se conoce con
el nombre de posverdad.
Téngase claro que la
posverdad es algo que opera mucho más allá del alcance de una noticia falsa. De
hecho, en su lógica maquiavélica, es mucho más importante que algo que es
verdad o mentira, aparente ser verdad, porque esto va a ser más importante que
la verdad misma. Ya no solo se miente con las verdades, sino que
además, se miente con las mentiras en una dialéctica torticera, invisible y
cotidiana que termina aceptándose como aparente verdad. La manipulación de la
realidad ha desafiado los límites de la verdad y la justicia, para impulsar una
era de posverdad y posjusticia, llena de verdaderas mentiras y de fantasía. La
posverdad como recurso para legitimar la gestión directiva, ha relegado las métricas
en la gestión que cosechan algunos directivos en sus compañías, y han sido sustituidas
por la emoción o el espejismo de un equipo unido, cuando no por una turba de
personas alucinadas o hastiadas según se mire, por las promesas (nunca
cumplidas) del populismo más rampante que uno se pueda imaginar.
En
la dinámica empresarial actual, la economía de mercado está cediendo terreno a la economía de
la reputación o de la imagen. El capital
reputacional de una compañía tiene tanto valor como el de sus activos
financieros, ya que su principal asiento sobre el que se edifica es: el factor riesgo.
Su acción es transversal a la visión que sostiene y garantiza la supervivencia
de una compañía y su valor, aunque intangible, y no solo medible en dinero,
tiene una importancia estratégica de primera magnitud. La reputación de
la empresa se traduce en credibilidad y fiabilidad de sus inversores, clientes,
empleados, proveedores, opinión pública y sociedad. Y de la
misma forma que la imagen es preservada de los riesgos y atrevimientos del lenguaje
publicitario, capaz, en ocasiones temerarias, de hacer promesas no del todo
cumplibles, o bien, simplemente falsas, también la
reputación debe ponerse a salvo de las pretensiones subjetivas y
axiológicamente neutras de la posverdad y el poshecho. Ante
este nuevo escenario, nos encontramos con directivos cuyo culto a su imagen es
enfermizo, como si fuesen verdaderas “vedettes” de
revista. Sus apariciones públicas en "foros amables"
vienen precedidas de un control absoluto de todos los factores que pueden
impactar en su reputación por su débil gestión económica de la compañía que
presiden. Para poder alimentar y engrandecer ese ego de "geometría
variable", grande en foros amables y pequeño donde puede ser
puesto en tela de juicio por su pobre gestión, la compañía que preside se gasta
cantidades desorbitadas de dinero en ensalzar su imagen en periódicos, notas de
prensa, redes sociales, publicidad en televisión, actos protocolarios, foros,
etc. El resultado de todo ello es una sociedad engañada, donde sus
stakeholders, tales como, empleados, accionistas, inversores,
gobiernos, etc., perciben principalmente la dificultad de dicha
compañía en el precio de sus acciones allí en los mercados donde cotiza. Sin
embargo detrás de esa consecuencia existen un montón de hechos y factores que
han llevado a dicha compañía a dicha situación. Entre ellos están los
siguientes:
- Elevado endeudamiento
- Pérdida de clientes
- Pérdida de cuota de mercado
- Descapitalización de la compañía en su Know How (conocimiento)
- Excesiva politización y sindicalización de sus estructuras de mando
- Pérdida de influencia en la esfera de mercado donde opera dicha compañía
- Abandono de forma real del factor humano que integra la compañía, las encuestas de Clima Laboral son pésimas si se comprueba sus resultados y la participación en las mismas
- Deficiencia organizacional, administrativa, financiera y empresarial
- Drenaje y extenuación de los recursos de las empresas colaboradoras, relaciones conflictivas basadas en una falta de confianza mutua
- Estrategias erráticas en las inversiones que se efectúan, las cuales no tienen el retorno imprescindible para seguir creciendo
- Etc.
Si
todos los factores destacados anteriormente son importantes, existe uno que
quizás contribuye de forma decisiva a agravar más dicho problema, es
el silencio cómplice que reina dentro de la estructura de mando de las mismas,
así como el “mantra” o mensaje engañoso sobre la situación económica que se
comunica a todos los empleados de forma machacona. Esto desincentiva la
lucha y el esfuerzo de los empleados por sacar a su compañía de los problemas
que atraviesa, al desconocer su situación real por la que atraviesa. Este
es un gap o perdida que se convierte en decisivo a la hora de competir y seguir
creciendo a dicha compañía. Nada se mejora si previamente se sabe que sucede y
dificulta el crecimiento de una compañía. Sin embargo lo que es malo para la
compañía y sus empleados, accionistas, inversores, etc., es bueno para esos
directivos que gestionan deficientemente, ya que les permite estar un poquito
más al frente de la misma sin que se les vean las vergüenzas de su gestión.
El
informe del GRR indicó: "A comienzos de 2018, hallamos el mundo
en una nueva fase en la pérdida de confianza: la falta de voluntad para creer
en la información, incluso de aquellos más cercanos a nosotros. La pérdida de
confianza en los canales y fuentes de información es la cuarta ola del tsunami
de la confianza. La estabilidad de las instituciones ya han sido peligrosamente
cuestionadas por las tres olas anteriores: miedo a la pérdida de empleo debido
a la globalización y la automatización; la Gran Recesión, que generó una crisis
de confianza en las figuras e instituciones de autoridad tradicionales y al
mismo tiempo debilitó a la clase media; y los efectos de la enorme migración
internacional. Ahora, en esta cuarta ola, tenemos un mundo sin hechos comunes
ni verdad objetiva, que debilita la confianza incluso cuando la economía
mundial se está recuperando".
Los
directivos que viven dominados por el ego están engañados, se creen superiores y no ven la
realidad, es un error de pensamiento que intenta hacer una presentación de cómo
a usted le gustaría ser, en vez de como es en realidad. Pues bien, comportamientos directivos con egos exacerbados
que sirven para ocultar la realidad de lo que sucede dentro de las grandes
compañías que dirigen, no sirven más que para ser víctimas en esta nueva era
que nos ha tocado vivir y construir a los ciudadanos en la sociedad actual.
Sin embargo uno como persona, siempre anhela que dichos directivos no consigan
como Joel
graduarse y comer “el helado”… Ya
que su gestión directiva deja bastante que desear para merecer tal honor.
Ya lo
dijo Dean Acheson: ” El gran corruptor
del hombre público es el ego. Mirar a los espejos distrae la atención de los
problemas”.