viernes, 7 de octubre de 2016

AUTOCOMPLACENCIA ...UN AZOTE EN LAS COMPAÑÍAS



Jordan Belfort fue uno de los personajes más extremos que ha dado Wall Street. Llegó al mundo de las finanzas de Nueva York en 1987, dispuesto a comerse el mundo. Sólo un año después de empezar a trabajar como bróker, se hizo con el control de Stratton Oakmont, una de las agencias de corredores con más éxito de la época, conocida por operar como una “boiler room (cuarto de calderas)”: un call center en el que se vendían bonos basura utilizando todo tipo de técnicas injustas, deshonestas y, en su mayoría, fraudulentas. La historia de Belfort salió a la luz en el año 2013 tras el estreno del primer tráiler de la película que narra su historia, “El lobo de Wall Street”. Su personaje está interpretado en el cine por Leonardo Di Crapio, la dirige Martin Scorsese y el guión es obra de Terence Winter. Belfort vivió de lleno el éxtasis financiero de los 90, cuando era el rey del “chiringito”. Se hizo famoso por montar fiestas descomunales en la misma oficina de la compañía, ser un confeso adicto a las prostitutas y la cocaína, y por comprar uno de los yates más lujosos del mundo, y naufragar con él en la costa de Cerdeña, tras desoír los consejos de su capitán, que le advirtió que estaba llevando la embarcación al centro de una tormenta. En pleno cenit de su carrera estrelló su helicóptero en el jardín delantero de una extensa finca que tenía en Locust Valley (Nueva York) porque estaba demasiado drogado para ver el aeropuerto. Una anécdota muy gráfica para darse cuenta de hasta qué punto Belfort había perdido todo sentido del control y la mesura.  
Solamente pasó 22 meses en prisión, pero fue condenado a devolver 100 millones de dólares a los accionistas a los que había estafado tras ser imputado en el año 1998 por estafa y blanqueo de capitales. En su mejor momento, Belfort, cuya principal cualidad no era la modestia, llegó a presumir de ganar más de 50 millones de dólares al año. Y era cierto. En un día de suerte llego a embolsarse 12 millones en sólo tres minutos. Su empresa ganaba tanto dinero que la mafia envió observadores para que aprendieran cómo podía hacerlo “tan bien”. Pero sus excesos atrajeron, también, la atención del FBI, a los que despachó, la primera vez que se acercaron a él, tirándoles billetes. Su caída fue tan estrepitosa como su ascenso. A día de hoy sigue pagando dicha multa.  

Frase del capitan Schettino del crucero Concordia: "Estaba navegando por la orilla porque conocía bien las profundidades, había hecho esta maniobra tres o cuatro veces"


El rasgo más característico de la empresa mediocre es su falta autenticidad. Falta autenticidad en todos los ámbitos, pero fundamentalmente está en los liderazgos, que son los que fijan estrategia y acciones para la consecución de las metas y objetivos fijados. Una característica que se da es la existencia de jerarquías que pesan más que los argumentos y jefes de los que ya nadie aprende porque optaron antes por la arrogancia que por la necesidad de reaprender. Empresas en las que hay más gente procrastinando (personas que no se sienten preparados y esperan todo se resuelva por sí solo). Empresas en las que la inercia acaba en una regla de funcionamiento y en las que las ortodoxias derrotan siempre a las dudas. Estas son compañías mediocres, envueltas en un bucle diabólico, en las que el talento se aleja al ver lo que sucede. La mediocridad antepone el presente frente a todo futuro posible. Dice el profesor Jorge Wagensberg, “la mediocridad es una decisión personal. En las empresas, en las instituciones, en las universidades, pasa lo mismo. La mediocridad es una decisión, tomada por sus líderes o aprobada clamorosamente en asambleas, pero es una decisión. La omisión es una forma habitual de decisión sobre la militancia en la mediocridad.”



No existe un dictamen estándar para todo el mundo con respecto a dicho problema, pero sí algunas causas que identifican dicho problema dentro de una compañía:
  • Cuando se pierde algún buen cliente o cuenta, en lugar de hacer autocrítica, se echa la culpa al cliente.
  • Cuando se cree que existen suficientes recursos para abordar todos los retos, forjando una creencia de que se es capaz de abordar todos los retos, a esto también se le puede llamar arrogancia o prepotencia
  • Cuando existen métricas de gestión irrelevantes sobre las que se pone la gestión y existe ausencia de las verdaderamente importantes o si existen tienen unos resultados pésimos, como por ejemplo, ingresos, clientes, endeudamiento, Clima Laboral… etc.
  • El CEO y su comité ejecutivo parece tener ningún problema, vive excelentemente ajeno a la realidad de lo que sucede en su compañía y pasa la pelota a los cuadros medios sin preocuparse mucho del proceso, sino del resultado.
  • En el momento en que aparece un bajo rendimiento generalizado que se manifiesta en las métricas de la compañía, cuesta mucho hacer cualquier cosa, como si todo fuera muy muy lento y muy muy complejo…
  • Cuando existen redes sociales como canales de comunicación que no hacen la función de control y autocrítica sobre lo que sucede en la compañía, cuando las cosas no van bien. Esto genera dos tipos de problema fundamentalmente, el primero es que dicho canal es poco utilizado por su falta de parcialidad y objetividad, con la consiguiente pérdida de recursos que esto supone para la compañía. El segundo problema es que se pierde una oportunidad enorme de vincular y dinamizar la compañía con una herramienta que lo que necesita básicamente es credibilidad para enganchar y comprometer a los colaboradores. Esta se convierte más en un “chat de colegas” que en un impulsor o fuerza motora de la compañía.


La autocomplacencia, la conformidad, la parálisis por analizar lo que sucede, el trabajo en compartimentos estancos y todos los derivados son factores que restan competitividad poco a poco a las compañías añadiendo grasa en los procesos y creando una grave enfermedad que mata la innovación creativa. Una buena prueba de lo anterior se obtendría si cada uno de los trabajadores de las compañías se preguntase y obtuviera respuesta a algunas de las siguientes preguntas, ¿cuánto hace que no se reconocen errores en tu empresa? ¿Cuántas veces se hace autocrítica y se toma buena nota para no volver a caer en el error?,  ¿Cuántas veces se cuenta la verdad de lo que sucede en las compañías? 



Todo el mundo que sostiene una compañía merece aprecio y respeto, puesto que la competencia es muy dura en la actualidad, pero esto no puede ocultar que hay empresas que inspiran a sus empleados y otras que no, esto da como resultado que unas triunfen y otras se hundan en la mediocridad. La mediocridad y autocomplacencia es una cualidad que está siempre en el tejado de las decisiones del individuo, más que de las palabras. Que la misma se aleje o se instale en una compañía dependerá de factores internos de la persona y externos a los que se vea sometido, entre ellos estará esencialmente el reconocer lo que sucede y buscar soluciones a dichos problemas. Perseverar en la búsqueda de la  autenticidad en el entorno personal y en nuestro entorno corporativo es esencial. No hay nada más mediocre que esperar que le rescaten a uno de su propia mediocridad. Salir de la mediocridad requiere actitud, esfuerzo y fomentar  una espiral infinita de aprender – desaprender – reaprender. Salir de la mediocridad empieza por no abonarse  a la autocomplacencia. Lo que marca la línea de flotación de la mediocridad es la actitud ante el aprender, tanto personalmente como corporativamente.




Ya lo dijo Amancio Ortega: Lo peor es la autocomplacencia. En esta compañía nunca nos hemos confiado. Yo nunca me quedaba contento con lo que hacía y siempre he tratado de inculcar esto mismo a todos los que me rodean”.


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